Una amplia reseña sobre Dos amigas

Portada de La amiga estupenda en su versión española

En mi anterior entrada recomendé tres libros, dos de los cuales eran novelas de un solo volumen, mientras el último era una tetralogía, de la cual en aquel momento solo había leído dos tomos, escrita por la italiana Elena Ferrante (seudónimo) y titulada Dos amigas. Si vuelvo ahora a ella es porque acabé con gran entusiasmo de leer los últimos dos libros de ese conjunto, y me gustaría continuar el comentario.

No sé si en realidad lo hago por verdadero delirio hacia esas cuatro novelas o por el prurito de reseñar una lectura que me ha encandilado. No sé si lo hago por la mera animación a la lectura a quienes tuvieran a bien leer este texto mío, o por probarme a mí mismo la capacidad de sacar conclusiones, de interpretar, analizar, glosar, después de haber tomado notas, subrayado y reflexionado profusamente sobre la narración de Ferrante.

Aviso de que la entrada es larga porque la obra lo merece. Me he explayado y con gusto. Espero que con el mismo gusto leáis estas notas mías.

Parece ser que el enigma de la verdadera personalidad de la autora (pues lo es, eso lo tengo clarísimo) está resuelto: se trata, ha sido descubierto, de Anita Raja, traductora del alemán, de sesenta y nueve años y napolitana hija de un magistrado y de una polaca judía huida de los nazis. En primer lugar, pongo en solfa el método que cierta periodista ha empleado para descubrir esa autoría: analizó los pagos de la editorial que ha publicado los libros de la Ferrante y se percató de que estos no respondían a los trabajos de traducción, sino que había pagos sustanciosos (la tetralogía tuvo gran éxito en Italia) injustificados, debidos, claro, a los derechos de autor por esos cuatro libros. Patente agresión a la intimidad, por supuesto. No por el dinero, sino porque si la señora Raja quiso mantener el anonimato, en un mundo como el nuestro, tan dado al perifollo de la fama, de las presentaciones de libros, firmas, congresos, follones, será por algo. Y de hecho, la protagonista Elena Greco padece esas presiones del público a las que se somete entre el goce y el cansancio, y que sufre por su falta cuando su fama como escritora decrece (en un momento dado asegura la protagonista que recibió en concepto de derechos de autor escasamente dos mil euros en el último año; es lo malo de pasar de moda). Por otra parte, en estos libros, especialmente en los dos últimos, hay una denuncia valiente de la Camorra napolitana, y de todo el sistema corrupto de la sociedad italiana (tan parecida a la nuestra por otra parte, aunque aquí no tengamos sociedades criminales tan organizadas como aquellas), de modo que acaso Anita Raja quiso evitarse el riesgo de atentados contra su vida o contra sus familiares. Otros, como Roberto Saviano, lo han hecho, y están protegidos. Claro que no es lo mismo escribir desde el periodismo, señalando personas con nombres y apellidos que escribir desde la narrativa donde, por mucho que algunos quieran reconocerse o reconocer a otros, siempre debemos partir de la invención, de la mentira, de la distorsión y aun la exageración.

Retrato de Anita Raja, presunta autora de Dos amigas, además de algunas otras novelas

Dijo, no sé si Lenin o Lukács, que del tiempo de Louis Philippe, en la Francia del XIX, se podía averiguar más leyendo a Balzac que a los historiadores. La novela cumple también (y no solo) esa función de retrato social, de reflejo deformado o aumentado de una realidad que sigue afectándonos, aunque se remonte a mil años atrás. Ferrante cumple con eso. La tetralogía habla de Nápoles, describe la ciudad, y al final la cosa es evidente con la obsesión libresca por el anecdotario, la historia, la descripción de edificios de la ciudad que toma la “amiga estupenda” de la protagonista Elena Greco, su amiga del alma Lila (o Lina, si el diminutivo de Raffaella es utilizado por otra persona que no sea Elena) Cerullo. Es un contrapunto musical: ambas son íntimas pero opuestas, incluso en sus destinos. En tanto Elena consigue estudiar por la cabezonería de dos profesoras que la educan, que no por sus padres, demasiado pobres y obtusos para permitírselo, Lila ni puede ni quiere, pero con mucha más inteligencia y retentiva que Elena, recoge sus libros, estudia por su cuenta y consigue, en algunos aspectos, mayor nivel intelectual que su amiga. Mientras Elena tiene éxito en su oficio de escritora, Lila, que se casa con un rico tendero del barrio, Stefano Carracci, llega a ser señorona (muy joven, contando solo diecisiete años), bien vestida, bien maquillada y hermosa hasta hacer enloquecer a algunos, incluido uno de los hermanos camorristas (de Camorra, no de juerga) del barrio, Michele Solara; cuando se separa de Stefano al enamorarse de Nino Sarratore, a quien también ama Elena, entra a trabajar en una fábrica de chacinas, donde está a punto de degradarse y acaba montando una sección sindical y altercados contra el dueño explotador; acabada esa época, Lila se “asocia”, tanto laboral como amorosamente, con Enzo, un obrero taciturno, inteligente y estudioso, que monta, con ella, una empresa de informática cuando esta técnica, a principios de los setenta del siglo pasado, aún estaba en ciernes. Todo el problema final de Elena es la conciencia de que, a pesar de sus éxitos literarios, si estos los hubiera escrito su amiga Lila serían mucho mejores, más eficaces literariamente. Es curioso porque algo parecido me sucede a mí mismo con mi amigo Salvador Montero: un ágrafo muy leído, con capacidad y vivencias para superarme sobradamente en calidad narrativa. ¿Son esas coincidencias las que han disparado mi pasión por estas cuatro novelas de Elena Ferrante? Quizá.

Imagen de Nápoles en los años 50

Tanta es esa superioridad de Lila, nada aparente, que cuando se reparten premios de la biblioteca a quienes más libros hayan retirado, el primero, segundo y tercer premio, se los llevan respectivamente Lila, su hermano y su madre, y no porque Rino, el hermano, o Immacolata, la madre, lean, sino porque Lila, aun niña o jovencita, retira libros destinados solo a mayores para leerlos ella, o sea que supera y con mucho al resto de usuarios de la biblioteca. Es esa educación libresca, por libre, la que la convierte en presuntamente superior a Elena en la escritura, si es que en algún momento se pusiera hacerlo. Y cuando lo hace, escribiendo un cuentecillo titulado El hada azul, sorprende tanto a su maestra que no cree posible la autoría, aunque bien pensado, y así lo reflexiona ella, no hay en su familia, ni en todo el barrio, nadie capaz de escribir algo así, si no es Sarratore, el padre de Nino (ese amor de ambas) de quien hablaré más tarde, y este ni se rebajaría nunca a hacer algo así, ni tiene imaginación para componer tal cuento. Con todo, Lila desprecia todo eso, no desea “desclasarse” por las letras sino por el dinero, como la mayoría de la gente del barrio con la excepción de Elena. Esta dice de su amiga: “Lila era plebe, pero rechazaba toda redención”.

Hay momentos en los que cualquier lector creería que la historia de estas dos mujeres es autobiográfica. Pues no. No es creíble que la hija de un magistrado se criase en un barrio paupérrimo de Nápoles, y sin embargo, la viveza de las descripciones, la realidad de los personajes es tan fuerte que cualquiera calificaría estos libros de autoficción. Es la maravilla de la narrativa cuando esta es auténtica: pasa por realidad con la fuerza de la memoria. Galdós lo consiguió. Ya he comparado ambas obras y no voy tan desencaminado.

Pero no se trata solo de estudios. Ambas son, en cierta manera, pero especialmente Elena, unas desclasadas culturales. Elena lo es porque a ella se le nota más, se lo hacen notar más, mientras Lila puede fácilmente integrarse en el ambiente grosero de su barrio al mismo tiempo que mantener una distancia fría. No es la falta de estudios, sino el dialecto, es decir el lenguaje (Saussure diría el habla) y las formas sociales, la considerada buena o mala educación, lo que causa el extrañamiento respecto a los que aquí llamaríamos señoritos. En el sur se habla mal (teóricamente), se gesticula demasiado, se grita, los insultos son hirientes y cotidianos, la violencia verbal es rutinaria, no existen las convenciones (¿no os suena vagamente familiar?). No es franqueza, es mala crianza (en Granada se le llama a veces “mala follá”). Teóricamente, repito, pues rencores, envidias, cóleras mal disimuladas, venganzas, existen en el sur, en el norte, el oeste y el este. Solo que en algunos lugares se sabe disimular: al disimulo se le llama educación. Eso distancia, sobre todo a Lila e, inevitablemente, también a Elena, aunque esta aprenda a expresarse con la corrección y comedimiento norteños. Por suerte, Lila no sale de Nápoles, mientras Elena tiene que lidiar con medio mundo y vender su producto: los libros. Y no basta con escribir bien, hay que ser educado con el lector. Eso no lo hizo Louis Ferdinand Céline, pero hay que ser muy Céline, muy facha, muy nazi para hacerlo de veras. Incluso Cela tenía que reprimirse a menudo. Elena sabe hacerlo, aunque en ocasiones y ante personas de su entorno que la ofenden, le sale el ramalazo. ¿Será ese uno de los motivos que tiene Anita Raja para vivir en un anonimato narrativo, la dificultad para “quedar bien” ante los lectores?

Imagen de Nápoles actual. Un caos muy parecido. Asegurado por testigos.

En Italia se habla italiano, sí, pero de todos los dialectos italianos derivados del latín vulgar, se eligió el toscano como el “oficial”. La diferencia entre las diferentes hablas es, en algunos casos como el siciliano o el que aquí incumbe, el napolitano, tan grande que puede darse el caso de que un milanés no entienda nada de lo que le diga uno de Nápoles, si este habla un dialecto cerrado.

El contrapunto musical se repite hasta la saciedad. Mientras Elena mantiene una posición izquierdosa y feminista desde sus libros, desde la intelectualidad, Lila carece, prácticamente, de ideas, solo las practica: monta un sindicato y lucha contra un patrono explotador, mantiene a raya a los hombres de su vida demostrándoles su absoluta y radical independencia, incluso a su hijo. Cuando su hija de pocos años desaparece sin dejar rastro (me ha hecho recordar, salvando distancias, a la desaparición de la hija de Al Bano y Romina Power) no tiene empacho en denunciar en las calles a la familia de camorristas, los Solara, a pesar de que ellos también colaboran en la búsqueda de la niña (o son unos cínicos, o de veras son inocentes, en ningún momento queda claro, acaso porque esa fue la realidad italiana). Eso, en las calles, ante los vecinos, no en distantes papeles impresos y desde posiciones de fama pública. La violencia, el terrorismo, tan habitual en la Italia desde finales de la década de los 60 hasta finales de la de los 80, llamada anni di piombo, años de plomo, es enérgicamente protestada por Elena, sobre todo la procedente de las organizaciones criminales (Camorra, Cosa Nostra, ‘Ndrangheta, etc.) y de la extrema derecha, ambas muy intrincadas entre sí, sin excusar a la de izquierda pero siendo más blanda con ella, mientras Lila la acepta porque es una realidad cotidiana en el barrio, sobre todo desde que Marcello Solara entra en el negocio de la droga (y sus acompañantes: el SIDA y las sobredosis) y contrata a amigos de las protagonistas, como Antonio, o Gino, este sí, fascista, para apalizar a manifestantes, sindicalistas, comunistas, etc., aceptándola como una especie de cosa trágica: algo inevitable, como venido de los dioses e inherente a la pobreza y las diferencias sociales.

No hace falta título

Un ejemplo de ese contrapunto, y demostración de que no invento nada, solo señalo, es el siguiente párrafo: “Nos encantaba sentarnos una al lado de la otra, yo rubia, ella morena, yo tranquila, ella nerviosa, yo simpática, ella perversa, nosotras dos opuestas y de acuerdo…”.

En esa militancia izquierdosa de Elena, cuanto menos desde su posición intelectual como narradora, ensayista y articulista, quedan reflejadas de forma eficacísima las sempiternas discrepancias entre diversos grupúsculos, machacones acusadores de reformismo a todos los demás, exactamente igual que pasó aquí durante los últimos años del franquismo y en la Transición. Y no es menos importante el dedo en la llaga con la corrupción que arrasó al Partido Socialista Italiano, con Bettino Craxi a la cabeza y tantos cargos que quedaron imputados y sentenciados en múltiples casos de indecencia política y, claro, económica.

También se repite el contrapunto entre ambas en la desaparición de la niña, hija de Lila, pues la sospecha final de Elena, que se ha metido a saco en sus escritos contra la Camorra y sus conexiones con la extrema derecha y la democracia cristiana italiana, es que se confundieron de niña y habrían debido raptar, si es que fue un rapto, a su hija, amiguita de la anterior y de la misma edad, pues ambas mujeres se quedan embarazadas al unísono con casi cuarenta años.

Portada de Un mal nombre, segunda entrega de la tetralogía Dos amigas

Finalmente, Elena apenas domina su propia producción literaria: sin más, como ya he anticipado hablando de los derechos de autor, se hace vieja y ya carece de aquella imaginación y potencia narradora que fue tan apreciada. Sin embargo, Lila parece dominarlo todo: a los hombres, a su hijo (con poco éxito, pues el bobo de Rino se deja arrastrar por otros y a la postre parece depender de ella incluso en lo económico), a los camorristas Solara, a los clientes de su empresa de informática. Y no obstante, cuando el terremoto de 1980, llamado de Irpinia, que sacudió Nápoles produciendo desperfectos y que deja el barrio, construido de forma precaria, en mal estado, lleno de grietas, socavones y puntales, Lila se acobarda: ocurre que contra las fuerzas de la naturaleza nada puede, ahí no hay seducción o poderío que valga. La autora aprovecha para poner en boca de esta mujer fuerte una reflexión que debería hacernos pensar a todos, y principalmente, a aquellos que creen tener pequeños poderes, más ridículos que eficaces: ¿qué son los Solara, con su poder de amedrentar a toda una población, Bruno, el dueño de la fábrica de chacinas, los Airota, destacados políticos socialistas e intelectuales, ante ese fenómeno incontrolable que destruye a tirios y troyanos?

Creo que Lila, la “amiga estupenda”, queda definida en este detalle de impotencia y en otro muy significativo: enemiga acérrima de los Solara por lo que representan de poder arbitrario, de exhibición de riqueza y de chulería, cuando se encuentra con clientes morosos de su empresa recurre, no a la ley, de la que todo el mundo desconfía (país democrático donde los haya es aquel donde la ley, proclamada y aplicada, carece totalmente de efectividad), sino a su amigo Antonio, apalizador o sicario oficial de sus contrarios Solara, y acaba cobrando de esos morosos con parejos métodos a los de extorsión de los camorristas.

Piazza della Signoria en Florencia

Pero tanto poder en una persona cobra su peaje si esa persona tiene conciencia, y Lila la tiene, sobre todo de sí misma. Padece varios episodios de “desbordamiento”. Cuando al fin consiente en consultar a los médicos, más bien arrastrada a ellos por Elena o Enzo, su compañero, estos determinan que puede haber un problema de corazón, sí, pero lo determinante es su constante insatisfacción. Ese desbordamiento le hace ver las cosas salidas de sus contornos, de sus límites, empezando por ella misma. ¿Fenómeno óptico, distorsión psicológica, histeria?, ¿es ese desbordamiento el que le hace, tanto al principio de la tetralogía como al final, desaparecer, esfumarse como se esfumó su hija?, posiblemente. Y digo que igual al principio que al final, no porque se repita el fenómeno, sino porque en el primer capítulo de la novela se habla de la queja de su hijo a Elena contándole, ya sesentonas ambas, que su madre ha desaparecido, historia que se detalla en los últimos capítulos del último libro, en una simetría un tanto artificial pero eficaz por cuanto crea en el lector un deseo de saber qué ocurre, por qué desaparece y cómo, esta mujer. Es decir, que tras ese primer capítulo del primer libro, hay un flash-back que dura hasta el último capítulo del último libro.

Un aspecto a destacar en la psicología de Lila es su generosidad y su crueldad. Ambos rasgos amalgamados casi como si uno implicara al otro. Es generosa por cuanto lo da todo, nada quiere para ella y siempre le basta con lo que tiene, tanto cuando le sobra como cuando carece de todo en el tiempo en el que trabaja en la fábrica de embutidos. Es cruel, y ella misma lo dice asegurando que es mala, porque no solo se defiende, sino que ataca primero antes de ser atacada. En sus ofensivas, tanto verbales como físicas es terrible. Cuando Michele Solara acosa a Elena, yendo ambas juntas, y le rompe una pulsera, Lila le pone una herramienta de cortar cuero (su padre es zapatero remendón) en el cuello al hijo de la prestamista y dueña del barrio. Al principio, ella cree en el poder de la letra impresa, al menos de la que escribe Donato Sarratore, padre de Nino, o de la publicada por su amiga Elena, pero luego acaba de madurar cuando: “…se sintió humillada por haber vivido atribuyendo poder a cosas que en las jerarquías corrientes contaban poco: el alfabeto, la escritura, los libros”.

Ponte Vecchio sobre el Arno, Florencia

Insistiendo en el símil musical, que tanto me agrada por mis dos pasiones, la música y las estructuras narrativas, hay una serie de encuentros y desencuentros entre las protagonistas que recuerda a una fuga. Hay desencuentros armónicos, por la distancia (Lila vive siempre en Nápoles, en tanto Elena traslada su residencia a Florencia o Turín), y desencuentros inarmónicos por rivalidades o enfados. Las principales rivalidades son a causa del enamoramiento de Elena por Nino, un vecino intelectual, hijo de poeta-periodista-farfolla, que le es arrebatado (aunque ella ignore ese amor reprimido) por Lila, que lo toma por amante. Y la segunda es por la deriva “capitalista” y consintiente con la violencia y la corrupción del barrio, de Lila; pero esa deriva no es sino realismo, mientras que Elena puede permitirse su idealismo porque desde la publicación de su primer libro, inicia un proceso de alejamiento, de extrañamiento del barrio que le hace “desclasarse”, poder apartarse de esa pobreza, de la violencia, gracias a la independencia económica. Su intelectualismo le hace ver las cosas desde la distancia, y eso implica un apartamiento de la realidad, siempre tan obscena.

A veces, el idealismo de Elena se tropieza con la realidad y eso le causa una distorsión de su psicología que la retrotrae al dialecto, a los malos modos y a los insultos y palabrotas de su habla natal, y es ese dialecto, esa mala educación la que le devuelve a su verdadero origen. Esa realidad proviene de los hombres de su vida.

Portada de las Deudas del cuerpo, tercera entrada de la tetralogía

Esa realidad de Elena que se contradice con sus teorías feministas, procede de los hombres de su vida. Pietro, su marido, es un intelectual sumergido en sus libros. Cuando ella se reencuentra con Nino, el amor de su vida desde niña, se separa de Pietro y se va a vivir con Nino, también intelectual pero activista de izquierda. Pero Nino es un sinvergüenza: no abandona a su mujer, al revés de lo que hace Elena, y encima esta, que ya sospechaba diversas infidelidades que le insinuó Lila, quien también estuvo con él unos meses, se lo encuentra en postura gallarda con la señora de la limpieza de su casa. Asimismo hay con Nino encuentros y desencuentros, quizá porque ella no puede o no sabe prescindir de él. Hasta ese tropiezo que, para mayor repugnancia, se produce en el aseo de su propio domicilio. A partir de ahí, Elena tiene varios amoríos en los que la autora no entra en detalle. Sin embargo, lo peor ha sido narrado al principio, antes de casarse, separarse y vivir (a medias) con Nino. Es el padre de este quien la inicia. Siendo una adolescente, se acerca a su cama, la besa y la toca. Hay una reacción híbrida de la joven: asco y placer irreprimible. Algún tiempo más tarde, uno o dos años, es también durante unas vacaciones cuando, el mismo hombre, padre de su amor primero (amor no correspondido en ese momento), la encuentra de noche en la playa y la viola, aunque no sea exactamente esa la palabra adecuada pues no hay resistencia ninguna por parte de ella, aunque tampoco aquiescencia, sino una especie de dejadez, de fatalismo, y hasta un tantico de deseo, de placer tan irreprimible como cuando él la tocó tiempo atrás.

Si se comparan esas realidades vitales de la vida de Elena con sus libros, en uno de los cuales habla de la invención de la mujer por el hombre, y de su militancia verbal y escrita a favor de un feminismo moderado, se comprende la contradicción en la vida de esta mujer, seguramente producto de un tiempo de transición, donde si bien algunos individuos tienen claro cómo son las cosas, la explotación continúa porque otros se resisten como gato panza arriba a los cambios que se avecinan. De hecho, en el último libro, quizá el más rico en pensamiento, dice: “¿Pese a tanta argumentación me dejaba inventar por un hombre hasta el extremo de que sus necesidades se imponían a las mías y a las de mis hijas?”, y en esto se refiere, por supuesto, a Nino. El machismo no es un pensamiento, sino un sentimiento. No es algo razonado sino practicado como lo normal, lo esperable, lo necesario, y eso también lo refleja claramente esta autora.

Por otra parte, las mismas mujeres del barrio, como han denunciado a menudo algunas feministas, son más machistas aún que los hombres (son el mecanismo de transmisión de los valores aceptados), y no solo las madres. Las amigas de niñez y juventud de Elena y de Lila se dejan dominar por sus maridos y aun maltratar porque eso es lo que han visto toda la vida en sus casas. Lila es la excepción: solo el terremoto y las enfermedades pueden con su poderío. Por ejemplo, aunque las costumbres sexuales son relativamente abiertas, solo lo son en apariencia, porque todo es permitido mientras no se sepa, mientras no se note. Se puede practicar actividades sexuales sin riesgo. Lo que no se puede es hablar de ello. El silencio es mortal alrededor de ese tema. Y Ferrante deja claro que nada tiene que ver con la religión, pues esta es algo social, no interiorizada, sino con las costumbres, con el qué dirán, con el chismorreo que en el barrio es tan intenso como en un pueblo. El ejemplo es Melina, madre de Carmen y Antonio, amigos de las protagonistas, viuda que se enamora perdidamente de aquel personajillo, padre de Nino, que inicia en el sexo a Elena: cuando este individuo se va del barrio con toda su familia para evitar el escándalo de esas relaciones, ella se transtorna, se vuelve loca y sus crisis deben sortearlas como pueden sus hijos. Que algo privado pase a ser público es pagado con la locura.

La niña perdida, cuarta entrega de la tetralogía

Ese silencio sobre la sexualidad es dinamitado por Elena con su primera novela publicada. Novela que ella escribe como reflexión y entretenimiento, para nada pensando en publicarla. Ocurre que su marido, Pietro, le echa un vistazo, se la pasa a su madre, traductora en una editorial (como la propia Anita Raja), y a esta le encanta y propone a editorial y a autora publicarla. Todo un éxito de crítica (no toda) y público. Hay escenas explícitas sobre las experiencias sexuales de la escritora, y eso repercute en el barrio, al mismo tiempo con morbosidad y repulsión. Su madre le niega la palabra aunque, como la mayoría de las personas que hablan del texto, no se lo han leído, o han buscado esas escenas escabrosas sin preocuparse de las demás. De hecho, las críticas más fuertes vienen de las reseñas de críticos de derecha y de su propio barrio, donde la inmensa mayoría de la población no ha leído un libro en su vida.

En cierto momento puede pensarse que hay algún tipo de atracción física entre las dos mujeres, un lesbianismo tal vez cohibido. Pero no. Es simple: de lo que no se ha hablado nunca, de lo que se ha dado siempre por imposible, en la mayoría de los casos sigue pensándose como imposible, como absurdo, de modo que ni siquiera llega a pensarse, a desearse. Digo en la mayoría de los casos, no en todos, pues a pesar del silencio que durante siglos ha rodeado a la homosexualidad, ha habido, hay y habrá homosexuales.

En cuanto a la forma de las novelas, ya he hablado del uso de la primera persona. La lectura, ya lo dije en mi anterior entrada, es fluida, fácil, propia de un realismo que nada tiene de romo. Y tanta es la similitud con las series televisivas o con el folletín que acaba los capítulos, en muchos casos, con un acontecimiento traumático, algo que acicatea a seguir leyendo, un truco recordatorio de los “continuará” que tan familiares se hicieron en aquella literatura, literatura que aparece en estos cuatro libros por cuanto las jóvenes del barrio leen, exclusivamente, fotonovelas.

Piazza San Carlo, Turín

Esta reseña se está convirtiendo en infinita, pues podría continuar comentando hasta ahorrarle al lector abordar estas, también largas, cuatro novelas admirables. Y no, por supuesto.

Queda una última cita, pues qué sería de las reseñas sin citar párrafos o versos de la obra reseñada. Esta retrata el espíritu de las cuatro novelas, la narración de la realidad desnuda, de que ante el absurdo de la vida solo cuentan las relaciones personales, nunca las sociales, revela que la vida no es camino de rosas y el sufrimiento va inherente a ella, y eso sin ninguna alusión a cristianismo sufridor alguno. En la última página del último libro resume así la obra: “A diferencia de lo que narran los cuentos, la vida real, cuando ha pasado, no se asoma a la claridad sino a la oscuridad”.

Acerca de elarboldearnas

Escritor y, sobre todo, novelista.
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